Historia de terror en un cementerio
La lápida
Me sentí como transportado por una fuerza desconocida que movió mis pasos esa noche. No recuerdo cómo y por qué me desperté de mi cama y de mi sueño, no recuerdo cuándo me vestí y cuándo salí de casa, en el frío y la oscuridad.
No recuerdo por qué recorrí el estrecho camino que conducía al cementerio ni por qué deambulé como una sombra inquieta entre las silenciosas lápidas que se elevaban hacia el oscuro cielo como dientes que brotan de un cadáver insepulto.
Pero ahí estaba yo. Solo. Estaba en el cementerio, estaba en el silencio de esa noche de invierno buscando algo que no conocía, impulsado por esa fuerza que me había tomado y me manejaba como una marioneta.
Y así busqué, no sé qué, busqué entre las lápidas como un ladrón sin nombre a la caza de su botín. A mi alrededor sólo estaba la espesa oscuridad de la luna nueva, estaba la quietud de aquel lugar de muerte, había miles de estrellas que guiñaban el ojo sin darme calor.
Me quedé helado frente a una lápida
Y finalmente me detuve. Me quedé helado frente a una lápida, recién puesta sobre la tierra suelta, con las flores aún no marchitas dejadas como último regalo. No reconocí esa lápida, ni esas flores, ni el funeral, nada, hasta que leí el nombre, ese nombre tan conocido, ese nombre grabado en la fría piedra y entonces corrí, corrí lejos de ese cementerio, lejos en la noche y en la niebla que me envolvía, porque no podía aceptar esa muerte repentina, esa vida tan prematuramente rota, ese cuerpo joven ahora enterrado… Huí hacia la noche, perseguido por la locura que se introducía en mi mente, que minaba mis pensamientos, pero no pude escapar de ese nombre, de esa terrible revelación que ahora aniquilaba todas mis esperanzas, todo mi futuro. Porque lo que leí, en esa gélida oscuridad, en esa vil piedra, era mi nombre.
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